Foto por Manki Kim
El otro día había un hombre en el autobús que se comportaba de modo extraño. Estaba sentado solo e inicialmente musitaba algo para sí mismo. Conforme entraban más personas en el autobús, comenzó a subir la voz. Al final estaba hablando a voces, como si de un discurso público se tratase. Era alto, de complexión fuerte, negro, con el pelo a lo rasta, vestido en ropas sueltas de alegres colores. Una persona así llama la atención de por sí en cualquier ciudad europea, aún más con una actitud semejante.
Estaba hablando con una persona imaginaria, con la que discutía. El principal tema de su monólogo eran las estrategias de negocio en la industria textil. Su tono era despectivo, a menudo subiendo aún más la voz para mayor énfasis. En ocasiones, maldecía. Si bien no era directamente intimidatorio, ya que no se dirigía a nadie del autobús, su actitud era decididamente incómoda. A menudo decía “eh, tú”, como parte de su monólogo, lo cual podía ser fácilmente interpretado por los viajeros como llamadas de atención hacia ellos. Me preguntaba si estaba ensayando para alguna discusión que esperaba tener o si estaba reviviendo una reunión tensa que ya había sucedido. Quizás solo imaginaba un posible escenario. Algunas muchachas a mi lado se divertían al tiempo que parecían algo asustadas.
El hombre parecía estar tratando algún tema profundo. Mencionó en varias ocasiones que no iban a cambiarlo, condenando la baja integridad moral de su interlocutor imaginario, que no podía justificarse por el “modo en que funciona el mundo”. Parecía estar reafirmando algunas creencias propias en el proceso.
Este hombre me hizo pensar, ¿y si todos nuestros pensamientos pudieran ser escuchados, como si se hablaran en voz alta? ¿Y si él simplemente no tenía reparos en decir en voz alta el tipo de cosas que nosotros mantenemos en secreto, encerradas en nuestras cabezas? Y en ese caso, ¿no sonaríamos igual de intimidatorios nosotros entonces?
El estar expuesto a su monólogo interno me hizo reflexionar sobre los míos propios, que no tiendo a expresar en voz alta en un autobús lleno de pasajeros, pero que ocurren igualmente. Me hizo darme cuenta de lo ridículo que es ejecutar tales programas en nuestras cabezas, tan desconectados del momento presente, de lo que realmente existe. Y aun así me encuentro a mi mismo a menudo en tal situación y con el mismo propósito: el de reforzar alguna creencia que está siendo confrontada por la realidad en la que me encuentro.
El hombre del monólogo en el autobús podría pasar por ser simplemente un pirado. También podría ser un espejo de nuestras propias psiques, tan solo libre de las inhibiciones de unos códigos de conducta que adoptamos para aparentar normalidad.