Uno de los beneficios de una práctica regular de meditación es que nos conecta muy claramente con el momento presente, sin rechazarlo, sin adornarlo. Este tomar contacto con la realidad instantánea de la existencia es tremendamente sanador en una vida que nos empuja todo el tiempo hacia el futuro, mediante la planificación compulsiva, o hacia el pasado, constantemente revaluando nuestras acciones.
Hace poco escribía sobre las dos cualidades fundamentales en el empuje de manos o tuishou de taichi (taijiquan): sostener y descansar. Lo que este sistema nos enseña es que, si de verdad queremos estar con la realidad instantánea al tiempo que cambiante de la interacción con el compañero, debemos estar en armonía con dichas cualidades: o bien estamos descansando sobre la estructura del compañero o bien estamos sosteniendo la suya. Un defecto en esta aplicación desemboca inevitablemente en una desconexión o una inadecuación de la respuesta. Lo bueno del empuje de manos es que no hay donde esconderse. Lo que hay es lo que se ve y los defectos tienden a ser evidentes, cuando entendemos su naturaleza.
En meditación no es tan fácil darse cuenta de cuando incurrimos en defecto. En principio, partiendo de una base clásica de meditación zen, el ejercicio es bien sencillo: sentarse y simplemente ser. Para evitar dejarnos atrapar por los pensamientos o por la desconexión del momento, observamos la respiración, el cuerpo y los pensamientos y, sin emitir juicios, los dejamos simplemente ser, sin intentar cambiar nada. Ahí está dicho todo. Sin embargo, no es tan fácil seguir esas simples instrucciones e incurrimos inevitablemente en defectos durante la práctica. A veces, solo caemos en la cuenta tras minutos de ausencia o de entretenimiento de los pensamientos. No queda otra que volver a la esencia de la práctica, con diligencia y sin sentimiento de culpa.
En la mente, al igual que en el empuje de manos, hay dos estados fundamentales y complementarios: o estamos “hablando” o estamos “escuchando”. O bien estamos formando, organizando, evaluando una idea (“hablando”) o bien estamos receptivos a lo que acontece (“escuchando”).
Tomemos el ejemplo obvio de una conversación. En una conversación fluida hay un hablar y hay un escuchar. Al hablar, articulamos las ideas sin atascos ni apresuramientos. Al escuchar, comprendemos instantáneamente al interlocutor sin adelantarnos a lo que dirá ni detenernos en lo que dijo. Todos hemos tenido la experiencia de una conversación así. Nuestras ideas surgen sin esfuerzo y una vez dichas, nos liberamos de ellas. A su vez, recibimos las del interlocutor plenamente, para dejarlas a continuación dar paso a algo nuevo. Al final nos sentimos refrescados y reconfortados, apreciados y comprendidos.
No obstante, al igual que en la meditación o el empuje de manos, podemos incurrir en defectos durante una conversación: nos atropellamos intentando dejar salir demasiadas ideas de golpe, hablamos por encima del interlocutor, no dejándole responder, nos escapamos de allí (“¿qué fue lo que dijiste?”), rumiamos parte del diálogo (“¿qué habrá querido decir con eso?”), o proyectamos en el futuro ( “ahora me va a contar esto”). Todos hemos tenido igualmente la experiencia de una conversación así y la sensación de sentirnos incomprendidos y agotados.
A menudo, tal diálogo ocurre del mismo modo en nuestra mente. Tomamos una idea y la elaboramos, la discutimos, la modificamos, la descartamos, la volvemos a tomar, a veces de manera obsesiva, o saltamos de una a otra en una frenética espiral de caótica actividad mental.
Si aprendemos a escuchar realmente, en el momento, sin proyecciones ni juicios, lo primero que encontramos es que hay un gran espacio del que no éramos conscientes. En este espacio somos libres y de él surgen todas las ideas. Este es el principio de la receptividad.
La tradición que más sabe de este espacio es el taoísmo filosófico. Hay numerosas citas en el Daodejing, el clásico taoísta por excelencia, que hablan de ello, por ejemplo [1]:
“El Tao es vacío, mas su eficiencia nunca se agota”
“El espacio entre el Cielo y la Tierra, ¡cómo se asemeja a un fuelle! Vacío y nunca se agota; cuanto más se mueve, más sale de él.”
“Treinta radios convergen en el cubo de una rueda, y merced a su vacío el carro cumple su misión.”
“Alcanzar la vacuidad es el principio supremo, conservar la quietud es la norma capital.”
“Practicar el Tao es menguar día a día; menguar y menguar hasta llegar al no-actuar, no se actúa, más nada hay que se deje de hacer.”
Se habla aquí de un vacío, de un principio receptivo, del cual surge todo lo necesario. La palabra clave aquí es quizás “inagotable”. Realmente mientras seamos capaces de conservar el vacío, el “escuchar”, existe la potencialidad para engendrar. Esto es de tremenda relevancia para todo tipo de interés creativo. Una mente llena no puede crear. La inspiración no cabe en ella. Inevitablemente, cuando la creatividad aparece, tenemos la impresión de que “simplemente aparece”, hasta el punto de que la sentimos como una influencia externa, la “musa” que nos ilumina mágicamente. Esta es una experiencia tremendamente satisfactoria y que al mismo tiempo nos inunda de humildad y gratitud. Simplemente abandonándonos a nosotros mismos, encontramos lo que necesitamos. Como por arte de magia. Solo escuchando.
En la tradición budista zen a tal estado se le llama “la mente del principiante” y se compara con la taza vacía, que puede recibir la instrucción del maestro, por oposición a la taza llena, en la que no cabe nada más.
Cuando tengas dificultad en encontrar este espacio de reposo y creatividad, siéntate y medita. Encontrarás que una vez que dejas de alimentar y entretener a los pensamientos, estos no pueden continuar por mucho tiempo y acaban aflojando y eventualmente desapareciendo.
Por último, observa tu mente durante la vigilia. ¿Cuánto tiempo estás “escuchando”? ¿Cuánto “hablando” en tu interior? ¿Cuánto tiempo simplemente no estás? La receptividad está siempre ahí, a nuestro alcance, dispuesta a colmarnos de paz y a orientarnos en nuestras acciones.